Y llegaste a la vida para cambiarlo todo: ortodoncia invisible

Recuerdo perfectamente el día en que decidí dar el paso y ponerme ortodoncia. Son de esos días que siempre recuerdas y que quedan marcados. Desde hacía años me sentía insegura con mi sonrisa. No es que tuviera los dientes terriblemente mal, pero sí había algunas piezas descolocadas y una mordida que no encajaba del todo bien.

Cada vez que me veía en una foto, me fijaba solo en eso. No tenía la dentadura que quería mostrar. Cuando las veía con el grupo de amigos, siempre había una que estaba con la boquita cerrada, sí, esa era yo.

Ahora bien, desde el primer día lo que me frenaba era la idea de llevar brackets metálicos. No me imaginaba en el trabajo, ni en reuniones sociales, con la boca llena de hierros. Y es que pertenezco a esa generación de EGB que tenía que escuchar eso de “patoaparato” o “mascahierros”. Y eso no se olvida, por eso ahora cuando veo como ha evolucionado todo, flipo.

Sentía que me iba a ver aún más insegura. Por eso fui dejando pasar el tiempo, hasta que una amiga me habló de la ortodoncia invisible. Me contó que en la clínica CKA en Alcorcón había un tratamiento con alineadores transparentes, hechos a medida, que lograban alinear la dentadura sin que apenas nadie se diera cuenta de que los llevabas. En cuanto escuché eso, supe que era justo lo que necesitaba.

Me animé a pedir cita y desde el primer momento me sorprendió el proceso. Lo primero fue un estudio digital de mi boca con un software en 3D. No me hicieron moldes incómodos como los de antes, sino que, con un escáner, registraron cada rincón de mi dentadura. Lo más impactante fue cuando, en la pantalla del ordenador, me enseñaron cómo quedaría mi sonrisa al final del tratamiento. ¡Era como verme en el futuro! Y eso mola.

Alineadores perfectos

Los alineadores que me entregaron estaban fabricados a medida, siguiendo al detalle la anatomía de mis dientes. Eran de un material transparente, suave al tacto, y no me causaban rozaduras ni llagas, como tantas veces había escuchado que ocurría con los brackets. Apenas tuve que adaptarme: en pocos días ya me sentía cómoda llevándolos puestos.

Lo mejor era que podía quitármelos para comer y cepillarme, así que no había excusas para descuidar la higiene. Al contrario, hasta me motivaba a tener mis dientes más limpios y sanos. Y la verdad es que eso me molaba, porque siempre pensaba que se me podía quedar todo entre los dientes.

Con el paso de los meses fui notando cambios pequeños, casi imperceptibles, pero constantes. Un diente que antes sobresalía, de pronto se colocaba en su lugar. Espacios que antes se veían raros empezaban a cerrarse. Y lo más increíble era que la gente apenas lo notaba. Yo iba al trabajo, quedaba con amigos, y nadie me preguntaba nada, porque prácticamente no se veían los alineadores. Solo cuando yo lo contaba, alguien se acercaba curioso y me decía: “¡Anda, si es verdad, no se nota nada!”.

Esa discreción me dio una tranquilidad enorme. No tuve que sacrificar mi apariencia durante el proceso. Al contrario, me sentía cada vez más confiada porque veía que la transformación avanzaba. Además, como el material es resistente, nunca se me manchó ni se rompió. Cada cierto tiempo cambiaba de férula y todo estaba perfectamente planificado.

También me gustaba pensar que estaba invirtiendo en mi salud, no solo en lo estético. La mordida que antes me incomodaba empezó a corregirse, y con ello mejoró mi manera de masticar. El simple hecho de que los alineadores se quiten para cepillarse me ayudó a prevenir caries, porque nunca quedaban restos de comida atrapados. Era como tener un tratamiento completo: cuidaba de mi sonrisa, pero también de mi bienestar general.

El día que terminé el tratamiento y me vi en el espejo no pude evitar emocionarme, tengo que reconocer que se me cayó hasta una lágrima. Mis dientes estaban alineados, mi mordida encajaba y, lo más importante, me gustaba sonreír.

Esa seguridad que había echado de menos tanto tiempo volvió de golpe. Y sí, me volví a hacer las fotos sonriendo. Ahora en las fotos no pienso en mis dientes; pienso en el momento, en la alegría, en lo que estoy viviendo.

En mi caso, la ortodoncia invisible no solo me cambió los dientes, me cambió la vida. Ahora sonrío sin miedo, con orgullo, y eso se refleja en todo lo que hago. Y cada vez que alguien me dice: “Qué sonrisa tan bonita tienes”, recuerdo aquella decisión y me alegro de haber dado el paso.

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